En las esquinas de los perros
CUENTO
En las esquinas de los perros
Sus ojos eran un muerto. No era un hombre común, eso creía E., porque sus ojos no se diluían entre el gentío que bajaba todos los días a la rotonda a mirar quienes pasaban. E. tenía un anhelo, un propósito.
E. había elegido vivir para sentarse en las entradas de los mercados a ver pasar a la gente y conversar con el personaje más extraño que encontrara en las calles. A veces la recurrencia de los fetiches en su vida eran, de todos modos, los mismos de siempre. Aunque E. intentaba ser distinto y singular, las cosas cotidianas se reflejaban en él.
En la tarde y en la mañana se topaba con la vendedora de los dulces que caminaba alrededor de la cuadra y miraba a E. con sospecha, pensaba que no debía ser un buen hombre alguien que no trabajaba ni hacía nada más que sentarse en las esquinas de las puertas de los mercados a ver pasar a la gente.
−Ese vago−, decía, asombrada la vendedora de dulces. Y E. la miraba de reojo haciendo una mueca de asco por los pies agrietados de la vendedora y los cabellos tostados por el calor. E. creía que su vida era superior, pensaba que mirar a la gente era un acto de gran profundidad de pensamiento y solo los hombres inteligentes podían saber qué sucedía en la mente de los otros.
La vendedora seguía pasando delante de E. con el rostro enfadado y dudoso, le había preguntado a los drogadictos y alcohólicos de la esquina si E. era amigo de ellos; O. y M. se rieron entre dientes, le respondieron a la vendedora que jamás serían amigos de un sujeto como E.
Aunque la mujer lo despreciaba, E. la despreciaba más; porque sabía que estaban en el mismo lugar y quizá corrían la misma suerte, consideraba que su superioridad radicaba en la elección de su miseria.
La mujer llegaba temprano y daba las sobras de tortillas, huevos y frijoles a los perros famélicos de la cuadra. Esa mañana el sol quemaba con fuerza la acera y las paredes de la esquina de la licorería donde E. miraba pasar a la gente. La mujer se cruzó rápidamente la calle, dejó una bolsa amarrada con las sobras para que no la husmearan los perros. E. se sentó invariablemente en el mismo lugar cruzando una pierna delgada y huesuda sobre la otra, sacó su periódico viejo y vio la bolsa con las sobras todavía tibias, cerca dos perros se acercaron a olerla. E. los alejó dándoles un golpe con el periódico. Miró hacia todos lados, abrió la bolsa y la escondió en medio del periódico. Los perros le gruñían. E. gruñía más fuerte que los perros.
(Del libro de cuentos Los escarabajos, 2020)
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