"Entre las ramas la risa de los árboles"
Lya Ayala Arteaga
(de poemario Verde, 1998)
Fotografía: Lya Ayala Arteaga.
Cualquier puerta
en silencio la llave abre suave cualquier puerta
solo en silencio
existe la posible causa
y el origen
donde abre los
ojos el recién nacido
donde caben los
movimientos involuntarios
y la
espontaneidad del polvo
en silencio
repica el agua en el dorso del cuerpo
abriendo paso a
las mutilaciones del olvido
donde recogen
tibios el pasado y el presente
un trozo de
esquina
es en el silencio
donde somos más libres
menos
escandalosos de uno y el otro
quizá en esa
partitura
habita la refrescante ausencia
el tintineo de
estar quieto
sin hacer nada
el silencio sana el grito detrás del hombro
y la perpetua necesidad humana
por ahuecarse en el sonido.
Fotografía: Lya Ayala Arteaga.
Cuadro moderno
Sí. Es cierto. He cambiado mis libros por la comodidad de mirar por la ventana,
pero es mucho más que la simplicidad de las cosas que deambulan entre el escritorio
la cama y la cocina.
Posiblemente, ahora, no entiendas, la compleja situación de una mujer de cuarenta años
remontando la escasez y la ternura.
Está bien que me juzgues, ni pierdo nada ni ganas nada. Mi silueta robusta cerca del fuego
y la comodidad de cualquier cosa. O casi.
Mis ojos aman las circunstancias de las cosas, la perpleja transparencia de la comida
sobre el mantel y los platos. Sí, es la pequeñez de la humanidad, pero.
A veces, deberías quedarte quieto muy quieto frente a la ventana abierta de una casa,
de un hogar tibiamente decorado con personas que se miran y sonríen.
Ese cuadro moderno, circular e iracundo parece sentir la ausencia
de los libros. Esta bien, no hace daño a nadie. Un libro mío no hace falta.
No reclames de mí la penuria de existir y sufrir el sufrimiento del artista.
Por mi parte, suspiro levemente, estiro las piernas y observo la quietud de la lluvia.
Los fantasmas detrás del agua también sufren. Y yo sufro con ellos.
Eso también es un libro.
Fotografía: Lya Ayala Arteaga.
Culpa
podría ser la
necesidad de sobreponerse a la propia vida;
porque el poema es
otra vida en sí mismo, el poema es un yo.
Pero limpio los
azulejos del baño y el poema surge en su estructura
completo y absoluto, recorre su esqueleto naciendo, es un ser vivo.
Hace diez años
cuidaba un hombre y no escribía porque la vida,
hace diez años crecía el hijo amado y debía cuidarlo con ternura,
sin miedos
sin arrastrar su vida, esa de la niña que fui cuando el padre se va
y la madre se queda,
esa niña que aprende del abandono la forma del amor.
Luego la edad y los libros se esconden, la mente está al borde
sin poder vaciarse
todas las vidas de
los poemas se acongojan, estrujados y vibrantes,
viviendo adentro de
una, ahogados.
Llegar a los cuarenta
sin más remedio que lavar los platos, cuidar a otros
cuidar siempre,
saberse salvadora, mientras la propia vida vive sola a lo lejos.
En perspectiva, en encrucijada, y el hijo es hombre también,
por fin es hombre también,
y una se pone gruesa de cintura,
ya no es la percha, ni un animal salvaje que se vende y se compra,
el valor disminuye
el gusto de los hombres exige y reclama la eterna belleza,
pero son hijos del abandono,
seres incompletos, deconstruidos en partes infinitas,
a la espera de la salvación y el cuido, de otra madre
y otro padre que sane el abandono,
esa forma de amor cruel y sangrienta que enseñan los padres
y las madres a los
hijos.
De pronto, la culpa llega, la culpa de abandonar para escribir,
la culpa
de trabajar para comer una y el hijo, la culpa completa que baña el cuerpo,
culpa por amar el silencio y sus consecuencias.
Entonces, como si una puerta se abriera en ultratumba se entiende
y se ama más la vida del libro que la propia vida,
porque no existe distancia entre las palpitaciones de esos seres
que nacen en las palabras,
moviéndose como aves adentro de la boca
quieren salir y una sigue limpiando y cocinando y trabajando porque la vida.
Ahora son los
cuarenta, se avanza sigilosamente como quien nada pierde ni nada gana
son las palabras, los
poemas, los libros, naciendo desde ellos mismos,
nutriéndose del olvido y la rabia.
Una mira a la gente afuera y sonríe o llora y finge que importa,
pero no importa;
importan los libros
que no se escriben, rasgando las paredes del cuerpo
y dejando grietas como huellas.
Resplandores
no he tenido ni un momento para sentarme a escribir
adentro de mí en la hondura donde los resplandores
siguen vivos
las palabras se agolpan para decirme cosas
observo la casa y sus detalles
el aire sobre las cosas que observo
la sensación extrema y cálida del trabajo diario
el descanso y la inminencia del dolor y su angustia.
no logro escribir nada, me escabullo hasta el
escritorio
y salta una tarea y otra tarea y la sensación
de las palabras
me persigue por todos lados
turbando la proximidad de las cosas y la lejanía
que se acerca.
no tengo tiempo para escribir, pero no importa
porque las
palabras
se ajustan a la
memoria y cavan túneles donde aguardan
como topos o conejos olorosos a tierra la salida del sol
aquí hace frío por la noche,
no puedo escribir porque trabajo
porque aguardan tibias
encima del escritorio
las palabras.
El hijo
«Contar la historia de sus días y sus noches
obligaba a borrar otras fronteras»
Jacques Rancière
En la quietud del rostro del hijo se
perfila cálido
el reflejo de mis padres y mis abuelos
y mi historia que no será la historia de
mi hijo
se desprende de mi rostro levemente.
Mi hijo de piel clara y cuello alto, me
mira
con la individualidad más triste que una
madre
puede aspirar a encontrar en el hijo
la libertad de saber que la memoria
tiene raíces en todos lados.
El hijo piensa en los impuestos que pagará
en su adultez, en la semejanza de su madre
con un objeto en reposo, madre que
dormita
suavemente como hoja revoloteando
en el polvo de la acera.
En la quietud del asombro donde el hijo
se convierte en padre, en amigo,
en hombre
en desconocido que gravita en los ojos
de la madre
sin agradecimiento y sin odio.
El hijo con manos fuertes desliza su brazo
en el hombro de la madre y camina
jugando con la sombra de los pasos de ella.
Y la sombra extendida entre ambos, reposa.
sombras tejidas de vivencias y desengaños.
La madre y el hijo se abrazan y desabrazan
inclinados uno en el otro sin temor
ni angustia ni reclamo.
En la quietud de quien crea y ha sido
creado.
El hijo y la madre se alejan
reposados en la despedida del amor
sin sobornos sin lágrimas
como quien jamás se despide
como quien jamás se queda.
la poesía de las cosas*
por qué perseguir la memoria,
seguirla en los
caminos más angostos y más anchos
darle vuelta a las calles donde busca resguardarse
de las inclemencias del tiempo
la memoria que se resbala de los ojos para encontrarse con los rostros
y las manos
donde alguna vez habitó con las palabras y los gestos y la anchura
de la vida
donde todos
caminan y caminaron juntos
la memoria que precisa de los símbolos y las señales de mujeres
y hombres
a veces diluidos enteros
fragmentados en pedazos
sombra que es sombra o
desvelo
por qué amar la memoria, seguirla en las fotografías
de los que perdimos
en búsqueda de
un lugar un sitio en forma de casa o calle
memoria que es
siempre forma de algo o alguien
memoria que es
siempre puñalada o aire
*Ediciones SIC, 2021
Era una generación
La poeta prescindible