Fotografía: Lya Ayala Arteaga.
Culpa
De pronto la
necesidad de la forma en la que un poema llega,
podría ser la
necesidad de sobreponerse a la propia vida;
porque el poema es
otra vida en sí mismo, el poema es un yo.
Pero limpio los
azulejos del baño y el poema surge en su estructura
completo y absoluto, recorre su esqueleto naciendo, es un ser vivo.
Hace diez años
cuidaba un hombre y no escribía porque la vida,
hace diez años crecía
el hijo amado y debía cuidarlo con ternura,
sin miedos
sin arrastrar su
vida, esa de la niña que fui cuando el padre se va
y la madre se queda,
esa niña que aprende del abandono la forma del amor.
Luego la edad y los
libros se esconden, la mente está al borde
sin poder vaciarse
todas las vidas de
los poemas se acongojan, estrujados y vibrantes,
viviendo adentro de
una, ahogados.
Llegar a los cuarenta
sin más remedio que lavar los platos, cuidar a otros
cuidar siempre,
saberse salvadora, mientras la propia vida vive sola a lo lejos.
En perspectiva, en
encrucijada, y el hijo es hombre también,
por fin es hombre también,
y una se pone gruesa de cintura,
ya no es la percha,
ni un animal salvaje que se vende y se compra,
el valor disminuye
el gusto de los
hombres exige y reclama la eterna belleza,
pero son hijos del abandono,
seres incompletos, deconstruidos en partes infinitas,
a la espera de la
salvación y el cuido, de otra madre
y otro padre que sane el abandono,
esa
forma de amor cruel y sangrienta que enseñan los padres
y las madres a los
hijos.
De pronto, la culpa llega, la culpa de abandonar para escribir,
la culpa
de trabajar para
comer una y el hijo, la culpa completa que baña el cuerpo,
culpa por amar el silencio y sus consecuencias.
Entonces, como si una
puerta se abriera en ultratumba se entiende
y se ama más la vida del libro que la
propia vida,
porque no existe distancia entre las palpitaciones de esos seres
que nacen en las
palabras,
moviéndose como aves adentro de la boca
quieren salir y una
sigue limpiando y cocinando y trabajando porque la vida.
Ahora son los
cuarenta, se avanza sigilosamente como quien nada pierde ni nada gana
son las palabras, los
poemas, los libros, naciendo desde ellos mismos,
nutriéndose del
olvido y la rabia.
Una mira a la gente
afuera y sonríe o llora y finge que importa,
pero no importa;
importan los libros
que no se escriben, rasgando las paredes del cuerpo
y dejando grietas como
huellas.